El juego en el aula #homoludens


Se ha extendido la idea de que se debe aprender jugando, pero no se ha entendido qué se quiere decir con jugar, si acaso tampoco con aprender. Con lo que nos vemos envueltos en un dictum que nadie entiende pero sobre el que se programan currículums y actividades sin saber muy bien adonde conducen. Jugar, sí, pero aprendiendo. Eso nos lleva a la cuestión de qué tipo de pedagogía debe articularse para que esto sea posible, una que sin obviar la transmisión de contenidos los presente de tal modo que el juego forme parte integrante de ella.

Pero aprender jugando –o jugar aprendiendo- se malinterpreta igual que se hace con las TIC. Aprender usando el ordenador suena como aprender jugando, pero tan mal se hace en un caso como mal se comprende el otro. Y esto nos lleva a la cuestión de si estamos entendiendo el juego de una manera tan estrecha que anule el aprendizaje mismo convirtiendo el proceso en un oxímoron pedagógico.

Pues jugar no es cualquier cosa. Es más, no es cosa cualquiera, pues apunta al carácter mismo de lo humano. Aprender jugando es aprender “formándose como humano”, como persona si quieren. Eso significa que antes que racionales o hacedores, o al mismo tiempo, somos seres que juegan. Pero no al modo de los animales sino de una manera específica que tiene que ver con el pensar y el hacer que en el hombre son libres.

El juego es más viejo que la cultura, dice Johan Huizinga. Y el aprender también probablemente, pues no habría cultura si no hubiera habido un aprendizaje previo. Así que aprender jugando no es un invento reciente, es la esencia misma de lo humano, del animal que juega con símbolos creando y recreando formas según reglas libremente establecidas. Esto es lo que se ha perdido en la enseñanza incluso cuando se la quiere asociar con el aprendizaje lúdico del que no queda sino un halo desvaído del que no sabemos su origen.

Aprender jugando es pensar por uno mismo. Sapere aude!, ejercitar la crítica y la reflexión de forma bella, según el libre juego de las facultades. Si no hacemos eso empezaremos a aniquilar poco a poco la vida de los individuos,

para que el todo absoluto siga manteniendo su miserable existencia, y el Estado será siempre una cosa ajena para sus ciudadanos, porque también es ajeno al sentimiento. Obligada a simplificar, clasificándola, la multiplicidad de sus ciudadanos, y a considerar siempre a la humanidad sirviéndose de una representación indirecta, la clase dirigente acaba perdiéndola totalmente de vista, confundiéndola con una obra imperfecta del entendimiento; y los ciudadanos no pueden sino recibir con indiferencia unas leyes que bien poco tienen que ver con ellos mismos. Cansada finalmente de mantener un vínculo tan poco satisfactorio con el Estado, la sociedad positiva se desmorona en un estado de moralidad puramente natural (como ya desde hace tiempo es el caso de la mayoría de los Estados europeos), estado en el que el poder público es sólo un partido más, odiado y burlado por aquellos que lo hacen necesario, y sólo respetado por aquellos que pueden prescindir de él.”

(Schiller, Carta VI de las Briefe über die ästhetische Erziehung des Menschengeschlechts)

 

Jugar sí, pero en libertad y con el concurso de todas las facultades, incluida la sensibilidad. La necesidad más apremiante de la época es, pues, la educación de la sensibilidad, y no sólo porque sea un medio para hacer efectiva en la vida una inteligencia más perfecta, sino también porque contribuye a perfeccionar esa inteligencia.

Porque, para decirlo de una vez por todas, el hombre sólo juega cuando es hombre en el pleno sentido de la palabra, y sólo es enteramente hombre cuando juega.

 

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