Naufragio y ruina del sujeto: Caspar David Friedrich y el paisajismo romántico


Un supuesto subyace a todos los grandes paisajistas románticos: la tradición neoplatónica, trasvasada por los escritos de Calvino. El protestantismo vertido a misticismo: «de aquí, tal vez, que la actitud protestante hacia Dios se transfiriera a la naturaleza, y que se concediera una importancia, antes desconocida, en los países protestantes especialmente al paisajismo como expresión de la reacción del individuo ante el resto de la Creación, y de su relación con ella«[1].

Y el más grande paisajista romántico es probablemente Caspar David Friedrich[2], el que le da auténtica significación al paisaje, simbólica. Se ha querido ver en sus cuadros su incapacidad para comunicarse: ellos respiran intimidad, misterio, ambigüedad por el tono onírico: es real o no? Sueño, ilusión, nostalgia y melancolía se respira en sus paisajes. Ello le ha dado el título de  descubridor de la tragedia del paisaje. De lo sublime diríamos. Friedrich es así uno de los tres pilares del concepto romántico de paisaje sobre el tema del judío errante, la inutilidad del progreso y sus efectos de escisión, siendo los otros dos la representación de la naturaleza interior, tema de la interioridad patológica y cerrada (Piranesi: tanto las Cárceles como las ruinas); y la cuestión de la vacuidad del sujeto, que acaba en la muerte, naufraga (Turner, Géricault).

            Observemos el Monje ante el mar, de 1808 o 1809. Uno de los cuadros más enigmáticos del Romanticismo. Y que nos da muchas de las claves de este estilo. Vemos tres zonas espaciales claramente diferenciadas, y un hombre, minúsculo en comparación con el resto, que observa lo mismo que nosotros, por delante de nosotros, intercediendo. Cielo, inmenso, mar, profundo, tierra, escasa. La mirada se lanza de inmediato a la profundidad de espacio sugerida, lo que nos causa irremediablemente a todos una sensación de quietud, también de soledad y extrañamiento. Nostalgia por encima de todo, anhelo perdido. El supuesto monje mira al frente, impertérrito, siente la llamada de la naturaleza, de Dios mismo. Quisiéramos saltar al agua y nadar hasta el horizonte, sin parar y sin pensar en nada. Ello nos lleva de inmediato a lo irreal del caso: parece un sueño, se esfuma en nuestra vista las franjas se mezclan y uno se ve sumergido en un apacible viaje al infinito. Ya lo dijo S. Agustín: cómo quieres apresar a Dios en tu mente, ello sería como pretender meter todo el agua del océano en tus manos. Es imposible. El monje se siente atraído por lo que ve, como nosotros, pero no se atreve a dar el salto. Lotte ante Werther. El burgués ante la revolución. Soledad radical y silencio, un silencio musical, como el de Rilke: no escuchas el sonido del silencio? (escucha el soplo, las noticia incesante que se forma del silencio, Primera de Las elegías de Duino). Al final te invade tristeza, notas que  algo se ha roto, que algo es imposible, no sabes qué y permaneces espectador como ante algo que necesitas pero se va, y se pierde en el infinito. Te sientes inseguro. Arte y vida unidos, como exige el  Romanticismo.

            Personalmente prefiero otro cuadro de Friedrich, El viajero sobre el mar de nubes. Espléndido, sublime, profundo. De nuevo el protagonista del cuadro está de espaldas a nosotros mirando hacia delante. Está sobre una cumbre, sobre todo el mundo, por encima de las nubes. El espacio es profundo, la vista se va hacia el infinito, y la soledad vuelve a invadir al contemplador. Una soledad nostálgica. Sólo una palabra puede definir la vista: sublime. Podría ser de noche, y el personaje recitar aquella canción ebria de medianoche de Nietzsche[3] que Mahler introduce en su Tercera Sinfonía movimiento cuarto,

O Mensch! Gib acht:

Was spricht die tiefe Mitternacht?

«Ich schlief, ich schlief…

Aus tiefen Traum bin ich erwacht;

die Welt ist Tief

und tiefer als der Tag gedacht.

Tief ist ihr Weh…

Lust…tiefer noch als Herzeleid;

Weh spricht: Vergeh!

Doch alle Lust will Ewigkeit

will tiefe, tiefe Ewigkeit»

El sueño vuelve a invadir al contemplador, que recuerda aquellas palabras de Novalis del 4º Himno a la nocheQuien ha estado en ese monte y ha mirado al otro lado, al mundo nuevo: la morada de la Noche, ése ya no regresa a la agitación del mundo, al país que anida la luz en eterna inquietud. El tiempo parece que se para: Queremos ir a la casa del Padre, jamás en este mundo temporal se calmará la sed que nos abrasa. Debemos regresar a nuestra patria, allí encontraremos este bendito tiempo (Himno 6º).

Siguiendo con las asociaciones que produce este cuadro llego por fin a Leopardi:

Siempre cara me fuiste, yerma cumbre/ y esta espesura, que a los ojos roba/ tanta parte del último horizonte./ Sentado aquí y mirando interminables espacios a lo lejos, sobrehumanos/ silencios y una calma profundísima/ en el pensar me finjo; y poco falta/ para que tiembre el corazón. Y oyendo/ silbar el viento entre las frondas, voy/ comparando esta voz a aquel silencio/ infinito; en lo eterno pienso entonces,/ y en la muerta estación y en la presente,/ viviente y rumorosa. Y así en esta/ inmensidad se anega el pensar mío,/ y el naufragar me es dulce en este mar. (El Infinito, 1819)[4].

            La apelación a Novalis nos lleva sin embargo a uno de los grandes temas románticos: la noche, relacionada con el inconsciente, la nostalgia, lo onírico, la muerte. Diríamos que bello es el día, pero sublime la noche: la noche es propicia a la explayación del inconsciente, y éste es precisamente el medio que utilizan los románticos para acercarse a la naturaleza. Al origen, y el origen es el agua, que en nuestro inconsciente asociamos al líquido amniótico, al querer volver a nacer, a la entrada a la placenta. De ahí la sublimidad del mar entre los románticos. Y la melancolía. El mar nos atrae, como en general la naturaleza, pero sabemos de su destructividad. Esas sensaciones son las que transmite un Turner, por ejemplo.

            Los cuadros de Friedrich son vivenciales, que decía Carus en 1826. El paisaje como cuadro vivencial, eso es lo que inventa el alemán. El viajero nos remite a la nostalgia, a la soledad melancólica, a la visión imposible de lo infinito, a los sublime. Y a un cierto miedo: por la terrible soledad física que se vislumbra: el monje se halla desprotegido, abandonado. Y no hay mejor expresión de ello que la inmensa apertura del cuadro. Se cumple así aquéllo de romantizar el mundo que decía Novalis. Romantizar la naturaleza: de modo que el paisaje romántico es un paisaje contemplado interiormente, es la sensación que supone en el sujeto, que éste expresa. Y lo que se expresa son sentimientos: fundamentalmente de desposesión de la naturaleza. Aquéllo que decía Goethe: Nos eres extraña. Un terrible abismo, por sublime, se abre entre hombre y naturaleza, que no es sino la expresión de lo que Subirats ya llamaba como escisión del hombre, expresión de su desdichada conciencia. El paisaje se autonomiza y ello es índice del fracaso de la modernidad en la construcción del sujeto: que los románticos expresan pero que es una tensión inherente a la modernidad desde el Renacimiento, como ya desde el cuadro del Giorgione La tempestad. Podríamos apuntar dos cosas: nacimiento de una cierta manera de ver y hacer la ciencia, a lo Newton, y por otro lado, el fracaso de la Ilustración, del proyecto moral ilustrado de fundar la moral, como ya esgrimiera MacIntyre, que acabó en el emotivismo y las terribles consecuencias post-Weimar que todos conocemos.

            Esto nos lleva a la cuestión del Romanticismo como crítica de la modernidad, de un tipo de sociedad. Y que considera la diferencia clásico-romántico en torno al tema de la apropiación científico-técnica burguesa de la naturaleza. La nostalgia por la imposibilidad de reconciliarse con lo natural- ya sólo es posible ser convencional- lleva al romántico a por un lado super-estimar a la naturaleza, mistificándola, espiritualizándola,  y por otro lado a subestimarse a uno mismo: a sentirse desolado y radicalmente vacío, melancólico. Un dato de carácter histórico no deja de ser importante y es que a comienzos del s. XIX tiene lugar en Alemania la expropiación de los campesinos y los correspondientes movimientos de emigración del campo a la ciudad. Algo similiar ocurrirá en Turner. Esta escisión sigue siendo la kantiana entre el sujeto burgués de dominación y el empírico esteta. La síntesis kantiana no funciona, y el Romanticismo es el primer estilo en toda la historia del arte que pone de manifiesto una relación estética con la naturaleza, una relación que asienta sobre la tensión.

Una tensión que el hombre romántico interioriza, como Hamlet. Vacío y desesperación nos llevan al tema de la interioridad patológica, perdida en sí misma, como en un laberinto.  El sujeto es mucho más complejo que como lo presenta Kant, que como había pretendido la modernidad. Está dividido, escindido por los sentimientos, lo que nos lleva de inmediato a una representación: la confusión romántica se expresa en el dibujo del laberinto, otro de los grandes temas románticos. Si hemos examinado el paisajismo romántico como representación de la naturaleza exterior ahora le toca a la naturaleza interior, también oprimida por la sociedad capitalista. Y muy pronto se producirá esta figuración: en pleno auge del Neoclasicismo en la figura de Piranesi[5] y sus Carceri d’Invenzione, de 1960, 16 grabados de cárceles imaginarias donde vemos escaleras que suben y bajan en una confusión tal que abruman la vista y producen una profunda sensación de irrealidad. Y que es expresión de la mente romántica, hasta cierto punto enferma. Pero Piranesi es un personaje que hace cultura arqueológica, magnifica las ruinas de la Antigüedad. Estas cárceles son por eso no sino la recreación imaginativa del mundo inerte de las viejas construcciones. Es el primado de una nueva sensibilidad, muy unida a lo onírico, atemporal. Esas escaleras hacia todos lados sin principio ni fin, sin objeto aparente son como el progreso inútil, como la conciencia de que la razón ha fracasado. En nuestro siglo tenemos un magnífico sucesor de Piranesi, Escher, que pinta absurdos geométricos, imposibles, y también escaleras: «Caja de Escaleras», «Relatividad», «Arriba y Abajo». Pero el interior del sujeto que reclama esas representaciones es ya un sujeto absurdo, al estilo de Kafka, un insecto extraño, producto del inconsciente, onírico.

fre06285Y la naturaleza interior nos lleva a la cuestión de las ruinas, tan queridas por los románticos. Un artista se conmueve al tocar y ver un fragmento de la antigüedad, dice Füssli. La Antigüedad fue grande, y ya no es posible ser como ellos. Las ruinas nos conmueven, se presentan majestuosas, como en el Templo de Juno (Agrigento) de Friedrich: trozos sublimes de un pasado lejano. De nuevo el espacio se hace profundo, el objeto, la ruina aparece como hundiéndose en ese espacio, como si la profundidad nos simbolizara la lejanía temporal.  De nuevo nos invade la nostalgia, la melancolía. La ruina nos levanta a lo trágico del paso del tiempo, del Fatum, del destino, que porta la Naturaleza y que destruye la cultura. Nuestra osadía civilizatoria tiene como contrapartida la cobra de víctimas por parte de la naturaleza, las ruinas. Este sentimiento trágico de lo perecedero de nuevo lo precursa Piranesi, como momento del naufragio del Neoclasicismo: es una arqueología trágica la que hace, pero con cultura: es el primero que unifica en un único tempus  la excavación, el relieve, las investigaciones estructurales, las medidas y el estudio de las fuentes[6]. A lo que une una idealización mayestática con el uso de la perspectiva que magnifica la Antigüedad. Engrandece Roma, pero es un efecto subjetivo, interior: crea una nueva mirada donde el sentido tiene primacía sobre la razón. Es una visión subjetiva de la Antigüedad. Que la dota de sublimidad. Frente a la mímesis neoclásica, la imaginación, para acceder a la verdad, y que es ya incipientemente romántica. Como en un sueño. Esto hace aflorar el sentido de la sensibilidad romántica hacia las ruinas: viene caracterizada por la conciencia, e inconsciencia de la grandeza y caducidad que entrañaron. La Belleza tiene su fin en la muerte, que es Belleza, en los versos de Keats. Con lo que la representación romántica de la ruina adquiere carácter crítico: es por un lado nostalgia por un orden social medieval, teológico (gótico); es igualmente expresión del triunfo de la naturaleza sobre el poder civilizador, que Simmel expresa magníficamente como victoria del peso de la materia sobre el espíritu, aquello de la levedad del ser,  y es por último símbolo de la muerte, de la caída de un orden metafísico del Universo. Que produce melancolía: la ruina es una obra humana que es percibida como si fuera exclusivamente un producto de la naturaleza, en magnífica expresión de Simmel. Quizás la ruina como símbolo de la muerte, es la metáfora de que nosotros sólo pareceremos volver a la naturaleza en estado de ruina.

La muerte es el último tema romántico que cierra el círculo. El naufragio del sujeto, en el mar, ejemplo tópico de lo sublime. Se muere por amor, como Werther y Novalis. El amor lleva consigo a la muerte, como ya versara Leopardi en «Amor y Muerte»,

null’altro in alcun tempo
Sperar, se non te sola;
Solo aspettar sereno
Quel dì ch’io pieghi addormentato il volto
Nel tuo virgineo seno

(a nadie en tiempo alguno/ oh Muerte, he de guardar sino a ti sola;/ tan sólo el día esperaré sereno/ en que recline adormecido el rostro/ en tu virgíneo seno)

Muerte así que acaba siendo «sentimiento del sepulcro«, que también pintara Friedrich, quien llegó a pintar su tumba. Pero la muerte tiene entre los románticos una expresión impresionante: el naufragio en un mar embravecido. El cuadro por excelencia es de 1819, La Balsa de la Medusa, de Géricault. Con un antecedente en Goya, El naufragio, de 1794, donde un grupo de personas se debaten entre morir ahogadas o no. Han naufragado. El barco parece verse detrás destrozado frente a una roca, en la oscuridad. Casi en el centro, acaparando la luminosidad, una mujer levanta los brazos hacia el cielo, oscuro, negro, implorando quizás a Dios. Una mujer con los brazos y pechos desnudos. Pero Géricault es más tremendo. El suceso fue real: en julio de 1816 una fragata, Medusa, navegando hacia Senegal, naufragó. Tuvo repercusiones políticas contra el régimen borbónico. Varios intentaron hacer un panfleto acusatorio. Géricault quiso intervenir en él. Interrogó a los supervivientes, al carpintero que había construido la balsa, etc.. El parecido con Goya es bastante. Y la estructura piramidal del cuadro recuerda al posterior de Delacroix, La libertad guiando al pueblo, de 1830, emblema de la Revolución Francesa. También hay una mujer que acapara la composición con los pechos desnudos. Es otro naufragio, pero ahora con un reverso positivo.

Texto completo aquí

[1]H. Honour, El romanticismo, Alianza, Madrid, 1981, p.75.

[2]C.D.Friedrich, Director científico: Werner Hofmann. Estudio con motivo de la exposición que se hizo de Friedrich en el Museo del Prado en 1992.

[3]Como ya es tópico seguimos la indicación del horaciano Ut pictura Poesis, que suele caracterizar al Romanticismo. Sobre Friedrich propiamente se ha dicho que sus cuadros exigen una lectura poética, más que pictórica. Pinta poesía del paisaje, lo que provoca un desdoblamiento que sólo tiene una causa: lo sublime, que ya expresara Kant en la Crítica del Juicio, y que es causa de dolor. Y junto a ese desarrollo poético una musicalidad solapada. Cf.J. Arnaldo, «Lectura de Caspar David Friedrich», in La Balsa de la Medusa, 1, 1987.

[4]Leopardi, Poesía y prosa, Centro Editor de América Latina, 1968.

[5]Es imprescindible para estos temas R. Argullol, La atracción del abismo, Bruguera, 1983. Además, J. Perona, «Razón y sensibilidad en Piranesi», in La Balsa de la Medusa, 7, 1988, pp. 21-28.

[6]Perona, op.cit., p.24. Sobre las ruinas cifremos además G. Simmel, «Las ruinas», in Revista de Occidente, 76, Sept. 1987, pp. 108-117. Y Subirats, Figuras de la conciencia desdichada, Taurus, Madrid, 1979, pp.31ss.

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